Estoy anestesiada. Los
sentimientos permanecen hibernando bajo mi piel, no los reconozco, no sé por
dónde pueden acceder al exterior, no alcanzo a saber siquiera en qué consisten.
Este harmattan que cubre siempre la
ciudad es la metáfora perfecta de mi
estado, la realidad de mi inercia, mi dejarme llevar. Sin decidir realmente.
¿Qué fue antes, huevo o gallina?
El caos desordenado del tráfico,
los ruidos, los olores, el continuo movimiento de todo y el absoluto estatismo
del conjunto. Las idas y venidas. Cuánta vida en cada pulsión. Los colores, armónicos
y contrapuestos; la luz tan palpable como lo es su ausencia; la lluvia infinita;
los sabores que se descubren al paladear el ambiente con los ojos.
Las historias detrás de cada
mirada. El lenguaje que exige las manos acomodando las palabras. La alegría y
la tristeza en tan solo un parpadeo. Las necesidades cubiertas, las requeridas
y las infravaloradas. Un pensamiento tan dispar, una lógica tan distinta que
impide comprender el conglomerado, y a la vez lo contextualiza. La caricia de
irrealidad me pone los pelos de punta.
Los consejos y las dudas, los
avisos y las experiencias, a cada instante; advertencias esperadas o por
sorpresa, en todos los idiomas, con una sonrisa generosa, un ceño fruncido, una
mano alzada, una mirada paternalista. Me dan ganas de abrir una hoja Excel.
El futuro que se estampa en la
puerta de esta casa, que llama, que me dirige, que le pone punto y aparte a mi
vida. O punto y seguido. Los cambios acaecen, se suceden inalterables, van
haciendo mi camino sin que yo ande. Y aún así gasto mis suelas.
Verde árbol. Verde militar. Verde
plantel. Verde plástico. Verde diversidad. Verde que te quiero verde.
Gris humo. Gris sucio. Gris
ceniza. Gris nube. Gris desgaste. Gris como equilibrio entre extremos.
Douala.
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