Quería contaros cómo es salir por aquí de noche. El viernes
quedamos a cenar y nos liamos hasta las tantas. Pero no me acuerdo. Eso se debe
a que el alcohol que ponen en los bares, fuera de cervezas, vinos y espumosos,
está hecho en Nigeria. Y cuando llevas aquí un tiempo te dan ganas de pedir garrafón, el de siempre, y por favor.
Que así solo lleva añadido el vaciado del día siguiente, y no un mal cuerpo que
me hace pensar en la malaria de manera recurrente a lo largo de las 24 horas
que dura. Porque sí, una resaca aquí dura eso. Ni más ni menos. No sé si es por
el calor o por la humedad o porque ya tengo veintiocho tacos (¿ha colado?)
Entonces, y a pesar de las lagunas, voy a soltaros retazos
de lo que creo que pasó, y que en realidad no creo que diste mucho de la
verdad, y el que no quiera creerme, que no lo haga.
Nos fuimos a cenar a “La Fourchette”, un restaurante
pijillo, regentado por un extranjero, obviamente. Un francés para ser exactos,
amigo de la pareja con la que compartíamos velada.
Nos trajeron una inmensa fuente de ostras, bien acomodadas
en su cama de hielo. Y pan y mantequilla. Y mejunje de vinagre y charlota. Como
buenos galos. Bien regadito con unas botellas de vino blanco. Y por arte de
magia la conversación fue fluctuando cada vez de manera más sencilla. Claro,
que ahora lo pienso, y si me pongo contentilla y no se me entiende ni jota,
supongo que el francés no me pondré a hablarlo como Victor Hugo. En fin.
Aún era temprano cuando salimos del local, así que
inocentemente, hicimos caso al traidor de nuestro colega y nos introdujimos en
“After Dark”, un bareto que yo en mi mente relacioné con noche oscura, y que no presagiaba nada bueno. Por supuesto conocían a los dueños, aquí se conocen todos, y yo,
ignorante, caigo otra vez en la piedra y me pido un gintonic, a ver si os
pensáis que este iba a ser el primero, que ya llevo aquí dos semanas. Pero
empiezan a caer rondas de tequilas. Y cuando ya pierdes la cuenta es mejor que
te vayas a casa, pero no soy tan precavida.
Nos cambiamos de garito y ahora sí que sí. L’orange metallique”.
Música a todo volumen y gente en la pista. No estoy segura de lo que sonaba, pero eran canciones
actuales más bien marchosas, porque nos pusimos a bailar. La mujer de nuestro
colega se hizo cargo del papel de “partenaire” de baile, con mucha maña, y
mientras nos traían la hielera con el champán no dejamos de menearnos a un
ritmo, digamos, más o menos acompasado. Nos sacaron a bailar cameruneses, e
italianos y chinos. Yo me enganché con un muchacho gay, que llevaba un foulard
que daba mucho juego. Lo siguiente que recuerdo es que los chinos nos atacaban,
alguno recibió un chorro de spray de pimienta a discreción, y para los que
sabéis que vine armada, no, no fui yo, y después nos escoltó un ejército de
gente en silla de ruedas al coche, porque querían protegernos, como caballeros andantes con
sus monturas metálicas, a pesar de que los porteros nos decían que nos
quedáramos que era más tranquilo.
No sé cómo llegamos a casa. Pero llegamos. Lo del día
siguiente sí que era para perder en el olvido, pero eso se me ha grabado.
¡Ay! Y esto sólo puede pasar en África.
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