Aquí es todo distinto.
La pescadería es el puerto. Te
aproximas y no preguntas lo que vale, tú les dices lo que pagas. Y empieza una
dura lucha de dimes y diretes. Y que si tanto o cuanto, que si ayer fue tal o
pascual, y que si lo ha pescado mi madre, o que al final se lo come tu tía, y
llega nuestra acostumbrada recriminación, paf, que si el precio del blanco,.. y,
en este punto, invariablemente, se sonríen, no pueden evitarlo.
Pero se llega a acuerdos. Y
eliges el pez que te interesa, el de las agallas más rojas, el del cristalino
más límpido. Y los cangrejos más gordos. Feliz con tu compra, dan ganas de
decir con tu pesca, porque los sientes tuyos, tienes a un chiquillo que te los
transporta a una cocina. Por decirlo de alguna manera.
Muretes de metro y medio de
altura separan fuegos y hornillos propios de ajenos, colocados en hilera a lo
largo de cincuenta pasos. En cada uno de esos cubículos, destechados, se
organizan al menos una o dos mujeres y uno o dos críos, que te increpan cuando
pasas para que te detengas en el suyo. Y otra vez a discutir, quién te lo hace,
cómo, y por cuánto. El acompañamiento no acarrea ese problema, las opciones son
limitadas, fritas, plantel o un mezcladito de ambas.
A la brasa, con salsa, a fuego
lento, con cebolla. El “piment” llaman aquí a un ungüento del demonio, que
aparte de matar el sabor tienen que acabar con todos los posibles bichos que
aún quedaran tras el fuego. Increíble el resultado. Y mira que para pasarlo hay
que tomar cerveza del tiempo, y eso, es mucho decir. Que por más fría que la
pidas tarda nada y menos en ponerse en temperatura ambiente. Te ponen una
ensaladera con agua para que te laves las manos, y dependiendo dónde esté la
lonja en cuestión, puedes contar con cubiertos o tienes que lanzarte con las
manos. Lo cual es hasta de agradecer, porque está para chuparse los dedos.
Y comienza la espera. En Camerún ningún
lugar dedicado a la hostelería se caracteriza por la celeridad. Atiendes
pacientemente, y bebes, y charlas. Y miras las maravillosas vistas, el mar, los
cayucos. Y vuelves a beber, como los peces del villancico. Y sudas. Y cuando ya
tienes la panza repleta de cerveza, los ojos llenos de azul y se te han acabado
argumentos, continuas inerte, mirando los chiquillos pasar, vendiendo toda
clase de frutos secos, da igual las veces que levantes el reloj. Y ya cuando se
te ha olvidado el motivo que te llevó a ese sitio, cuando menos te lo esperas,
comienza el desfile de platos y sonrisas. Y ahí, por fin, te pones manos a la
obra, nunca mejor dicho.
Los colegas de expatriación no
son como la gente que te encuentras en la cola del super. Conoces gente de
todas las edades, en ámbitos de trabajo completamente diferentes. Y nadie
desentona. Son gente que se ha arriesgado, que ha decidido poner en práctica sus
sueños, emprendedora, curiosa. Aprender a su lado resulta natural.
Las oportunidades de África
transforman las expectativas. Sacan lo mejor de cada uno. Pero todos tienen un
puntito de locura, unos gramos de aventura y varios sacos de cosas que contar.
Es increíble cómo se desarrollan las conversaciones. De lo mundano, de las
experiencias, de los más profundos pensamientos, de banalidades. Y ahí llega el
nexo de unión, también en África se arregla el mundo rodeando una mesa de bar
con unos vinos.
La gente está sola. Ha dejado
atrás a familia y amigos, y es mucho más fácil conocerse. Todos buscamos una
excusa para quedar, cualquiera vale, a cualquier hora. Es como estar de Erasmus,
cuando aún había pasta para eso, me refiero. Pero en un país problemático por
la seguridad, en un lugar donde cualquier enfermedad puede convertirse en un
verdadero problema, en un mundo donde tú eres el diferente, se crea un ambiente
más cercano, te sientes responsable de todos, y ayudas y apoyas y escuchas y
acompañas y proteges. Un nuevo clan en un nuevo continente.
Las vivencias en Camerún son
impensables en otro sitio. Es como estar en una película. Y, además, no de las
americanas, tan previsibles, éstas esconden la posibilidad de una sorpresa; nunca
puedes estar seguro de cómo va a acabar. Vas a ver un concierto de música
clásica en un teatrillo, donde tocan las bandas sonoras de las películas de
Fellini dos italianos trajeados como mafiosos, y aquello se llena de gente de
la vecina bota, y acabas cenando con un piloto que imita a Torrente sin freno; El
arcoíris ilumina, como ráfagas de luces de colores, en vez de aprovechar él la
luz para mostrarse, y enciende el apagado cielo plomizo que nuevamente amenaza lluvia; las exposiciones de arte contemporáneo en Doual’Art con lienzos de dos
por dos a precios desorbitados, ¡qué contradicción! Y todas las obras vendidas, mientras un muchacho fuera, por menos de un euro, se recorre media ciudad para traer el tabaco que pides, ahora ya no, que lo he dejado;
tomas el café en un muelle donde el río casi ha desaparecido por la bajamar
mientras tocan el yembé y la guitarra dos pigmeos, ¡como los rumanos con sus
acordeones en las terrazas! Mientras comes pollo a la brasa con las manos, en
un restaurante camerunés, viene un tío, como de la Paramount, a declamar
monólogos, a sacar carcajadas al personal, es un humor muy particular el suyo, o un hombre toca unos clásicos
africanos y después les pide el teléfono a los blancos, para al día siguiente
llamar y decirte lo mala que se encuentra su madre, y lo caro que es el médico.
El otro día fui a echar gasolina, y le dije a la chica del surtidor que metiera
20000 cfas, porque lo llevaba sequito, bueno, ¿no estamos en algo más de 19000
y aquello empieza a desbordar? Joder, y no paraba, la neurona la tenía
concentrada en llegar al precio que yo le había dicho, y aún viéndolo, no se
daba cuenta que no tenía sentido continuar vertiendo combustible que caía
chorreando por la chapa del vehículo. Este es un país muy jerarquizado, hay
estatus superiores a otros, sobre los que se ejerce una violencia disfrazada de
soberbia, una descortesía que evidencia la desigualdad de poder sobre el otro, pero
el que se encuentra por debajo no se molesta, lo acepta, impertérrito, anómico, esperando
que llegue su momento de ascender, y ser él quien se encuentre en mejor
posición y así poder machacar a los que continúan por debajo. Y ésto se
extrapola a la conducción. Aquí tiene preferencia quien conduce el coche más
grande. No existen rotondas si viene un camión a toda velocidad, el del todo-terreno puede al del coche, éste al de la moto y ¡pobre peatón!
A lo mejor, al fin y al cabo, no
es tan diferente,..